A nivel argumental, Episodio 3: la venganza de los Sith cierra 
    puntillosamente la 
    trilogía precuélica de Star Wars: 
    retoma las líneas del capítulo anterior y, sin sacrificar mayormente la 
    coherencia, las acerca al punto en que La guerra de las 
    galaxias (primera entrega y cuarto capítulo de la historia, estrenada en 
    1977) arrancaba. A esto (además de a la taquilla, por supuesto) deben 
    referirse las voces que se alzan por estos días –y entre las que no siempre 
    es fácil distinguir al crítico del agente de marketing– para afirmar que 
    Episodio 3 está saciando las expectativas de  millones de fans a lo 
    largo y ancho del planeta. Pero una película suele –y debe– ser mucho más 
    que su argumento, especialmente en un caso como este, en el que los sucesos 
    por narrar no sólo eran conocidos de antemano sino que estaban más 
    predeterminados que nunca por la referida necesidad de cerrar la brecha. 
    Y salvando excepciones puntuales,  todos los demás aspectos de Episodio 3 
    resultan poco estimulantes.
    Volviendo a lo argumental, y 
    habida cuenta de que ya se sabe, podemos resumir todo el derrotero 
    con mayor libertad que nunca. Había que mostrar cómo Anakin Skywalker abraza 
    el Lado Oscuro de la Fuerza y se convierte en Darth Vader, cómo la República 
    se convierte en el Imperio, cómo desaparecen o marchan al exilio los 
    caballeros Jedi, cómo nacen Leia y Luke. De algún modo una cosa lleva a la 
    otra, e incluso los distintos niveles (afectivo, político, existencial) 
    están relacionados entre sí. Veamos.
    Anakin 
    (Hayden Christensen) entregará su alma y buena parte de su cuerpo al Lado 
    Oscuro un poco por amor (para salvar a su mujer embarazada) y otro poco por 
    codicia (para disfrutar de todas las otras consecuencias de los superpoderes 
    que le aguardan). El pasaje de Anakin desequilibra a la Fuerza, 
    debilitando al bando Jedi en favor de sus enemigos jurados: los Sith. Hete 
    que los Jedi venían siendo los gendarmes de la República, pero hay un Sith
    de incógnito, infiltrado, que es nada menos que su mandamás: el 
    Canciller Palpatine (Ian McDiarmid). La movida de Anakin, pues, dejará a la 
    República en manos de los Sith (de ahí a su conversión en Imperio...) y 
    transformará a los Jedi  en opositores, en rebeldes, en 
    sujetos a los que hay que exterminar.
    Por 
    cierto que los imperativos morales dividen aguas: se nos dice que a los Jedi 
    los anima la democracia y la justicia (asociadas con la bondad) y a los Sith 
    la tiranía (asociada con el egoísmo). Pero bajo esa cáscara (tan pueril, 
    si me permiten), ambos bandos comparten una llamativa identidad de estilo, 
    de formas, y una concepción camarillista 
    –cuando 
    no individualista– 
    de la política. El problema no es esta concepción en sí misma, sino que la 
    política se haya vuelto a tragar la historia (como  lo hiciera en 
    Episodio 2), que esté planteada y desarrollada en base a tantas, tantas 
    (¡pero taaaantas!) palabras, y que  exista y crezca a costa de recortar, 
    hasta virtualmente extinguir, los aspectos más genuinos y entrañables de 
    Star Wars.
    ¿Qué ha 
    quedado de las criaturas multiformes –¡multiformemente tiernas!– 
    de la trilogía original? Ni una sombra. Episodio1 intentaba 
    revivirlas (fallidamente, es cierto, pero lo intentaba al menos) en la 
    figura de Jar Jar Binks. Episodio 2 las expatriaba, como el film que 
    nos ocupa, para hacer lugar a las cuestiones políticas.
    Hablando 
    de política: más allá de conspiraciones, golpes de estado y "roscas" de 
    camarilla, una cháchara muy identificable con el Partido Demócrata yanqui 
    inunda varios tramos de Episodio 3. Con lo que la democracia formal 
    (reivindicada por Padmé de Skywalker, alguno que otro senador y los 
    gendarmes que no se han dejado tentar por el Lado Oscuro) viene a ser el 
    puente entre el personalismo Jedi y la corrección política a la mode 
    que abraza decidida y machaconamente esta película. De su mano, 
    previsiblemente, también desembarcan las críticas a George W. Bush: ¿quién 
    no lee su caricatura en el discurso con que Palpatine, con 
    la guerra como excusa, fundamenta la necesidad de convertir a la República en Imperio? O 
    en el propio Anakin, cuando le dice a Obi-Wan (Ewan McGregor): "si no estás 
    conmigo, eres mi enemigo". Si el estreno de Episodio 3 se hubiera 
    producido hace dos o tres años, como ocurrió con Bowling For Columbine, 
    todo esto hubiera revestido cierto halo de actualidad (actividad) política. 
    Pero llega a destiempo, y es como si un Michael Moore lavado, y trasnochado, se 
    hubiese metido por la ventana galáctica. E 
    insisto: lo más lamentable es la ingente masa de palabras que domina 
    todo, en desmedro del tono épico, de las criaturas entrañables, de los 
    viajes interestelares y, muy especialmente, de la sana inocencia que, allá 
    lejos y hace mucho tiempo, caracterizó a la trilogía original.
    Bien entrada 
    la segunda mitad de la proyección, el relato empieza a hacer un poco a un 
    lado toda esta intelectualización vacía, esencialmente fría (¡y que no por 
    matar la inocencia deja de ser palmariamente infantil!), y uno puede ver más 
    de frente lo mejor de Episodio 3: una suerte de estructura binaria 
    signada por una cantidad de oposiciones  algo más fecundas que el 
    esquema tiranía/democracia. 
    Ahí están las  peleas con sables láser, mostradas en 
    paralelo como otrora, entre Palpatine y Yoda por un lado, y Vader y Obi-Wan por el otro. Y los exilios de Yoda 
    y Obi-Wan, cada uno por su lado hacia planetas muy distantes,  expresando 
    la melancolía de una empresa por el piso, frágil, dispersa, y sin embargo 
    palpitante aún. Y ahí está el contrapunto de los nacimientos de Darth Vader 
    y los gemelos Skywalker, la secuencia más lograda y emotiva (por no decir la 
    única) de la película. La oposición es doble, ya 
    que cada nacimiento presupone una muerte: la erección del villano más 
    legendario del cosmos implica el deceso emocional (y se diría humano) 
    de Anakin; la aparición de  Leia y Luke se lleva la vida de Padmé. El montaje 
    alterno es sobrio. El tono, a medio camino entre el gozo y la elegía, entre la 
    vida y la muerte. Las míticas exhalaciones de Lord Vader (esa mezcla de 
    respirador artificial con un jadeo fatigado y ominoso) son el aperitivo para 
    el plato verdaderamente fuerte: la sola mención del nombre de Luke 
    –más 
     
    que su presencia corpórea– 
    tiene una carga evocativa que es la auténtica ofrenda de Episodio 3 a 
    los  amantes  de la saga Star Wars. Para una (¿última?) cena de casi 
    dos horas y media es poco, sobre todo si se tiene en cuenta que los 
    ingredientes de este plato no han sido elaborados ahora... sino hace más de 
    veinte años.
    Y 
    entonces nos enfrenta el sol naciente de Tatooine, con Yoda y Obi-Wan en el 
    destierro, y Luke y Leia con sus nuevos padres adoptivos. La dualidad está 
    encarnada ahora por el propio panorama: triste, desolado, trágico, pero al 
    mismo tiempo esperanzador. Por una vez, la emoción ha desplazado por 
    completo a las palabras. ¡Lástima que ya termina la peli!
    Pero claro: se supone que corramos a alquilar La guerra de las 
    galaxias. Y otra vez a facturar...
      Guillermo Ravaschino