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       EN LA
      PUTA CALLE 
      España,
      1996  | 
     
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    Dirigida por Enrique Gabriel, con Ramón Barea, Marga Escudero, Patricia
      García Menéndez, Luis Alberto García, Magalis Gaínza. 
     
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      Las imágenes de apertura son tan
      elocuentes como el título mismo: fábricas cerradas, desactivadas,
      abandonadas. En la España de 1996, impera el paro, es decir, la
      desocupación. Esta es la historia de una de sus víctimas casi anónimas,
      un electricista –"oficial de primera"– que ha quedado sin
      trabajo en su pueblo y allí deja a su mujer e hijos para ir a probar
      suerte en Madrid.
      Pasan los días y la gracia no lo toca, sus fuerzas van flaqueando
      cuando comprueba que ninguna puerta se abre, y cada vez se le hace más
      difícil conservar su cuarto en una pensión. Con todo lo que eso implica:
      el de Juan es el clásico descenso a los infiernos del desempleo, en el
      que cuesta conservar la dignidad, el honor, la autoestima. Juan es un
      hombre de principios rígidos y pocas pulgas, que cumple con todos los
      requisitos que el sistema demanda a su condición, y la frustración
      acentúa su amargura, tornándose un personaje antipático, que en nada
      responde a la imagen del héroe convencional. Cuando encuentra su ángel
      guardián y compañero en desgracia, vemos en él a su contracara: un
      mulato cubano, al decir de Juan "un sudaca clandestino". Todo lo
      que Juan tiene de resentido, orgulloso, racista y amargado, Andy lo
      contrasta con su optimismo, sus grandes proyectos, su flexibilidad moral,
      su aceptación de su suerte: él será su socio en la aventura. A la
      manera de una road movie urbana, la película va hilvanando
      diversos episodios más o menos desafortunados de la caída de estos dos
      en la puta calle. 
      Aunque la idea original del film –mostrar la cara oscura del primer
      mundo en tono de comedia negra– es interesante, el tratamiento
      cinematográfico no la acompaña: la narración se mantiene siempre en el
      lugar de arranque, sin crecimiento dramático, lo que provoca que después
      de la primera media hora decaiga el interés, ante las reiteraciones de la
      historia. La iluminación, totalmente plana, es la misma durante todo el
      film, lo que tampoco ayuda a destacar los distintos episodios, que
      dependen exclusivamente de la buena actuación de un elenco bien elegido.
      Para este, su segundo largometraje, Enrique Gabriel convocó a Ramón
      Barea, de larga trayectoria en el cine español, y a los cubanos Luis
      Alberto García y Magalis Gainza, quienes dan una adecuada expresión al
      desgarro y la inventiva que vive esta nueva marginalidad. 
      Pero lo que más conspira contra el film –por lo menos para los
      espectadores de este costado del mundo– es la actualidad. Si cuando se
      realizó, en 1996, el tema empezaba a quemar en las manos de España, hoy
      la durísima realidad argentina lo ha superado con creces. 
      
      Josefina Sartora     
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