En el plano estrictamente visual, "la más
    ambiciosa película de animación digital jamás filmada" puede darse por satisfecha.
    Y era de esperar. Los dibujantes y diseñadores de Disney siempre han sido virtuosos; las
    imágenes generadas por computadora ganan en donosura con los avances tecnológicos (que
    hoy por hoy se producen todos los días) y los enormes reptiles esta vez se mueven con una
    fluidez que, justo es reconocerlo, no se había visto antes. Se integran de maravillas con
    los fondos casi siempre reales sin que pueda percibirse la
    "costura". Pongámoslo así: esta calidad visual, sumada a la influencia que el
    marketing y la historia de Disney ejercen sobre la mayor parte de los niños que consumen
    cine (y merchandising), alcanza y sobra para garantizar el éxito de Dinosaurio
    entre los espectadores con menos de nueve abriles a cuestas. ¿Pero qué pasa con los
    restantes? 
    No sería para asombrarse si alguno de
    once, por ejemplo, ya descubre que toda la generosidad que los herederos del tío Walt
    desparramaron sobre la animación computadorizada se la mezquinaron al guión. La historia
    es la de un dinosaurio dulce y tierno, Aladar, al que una tribu de monitos muy simpáticos
    (técnicamente: lemures) cría desde su nacimiento. Todos ellos se ponen en fuga con la
    caída de un meteoro gigante que corrompe la armonía de la isla en la que nuestros
    protagonistas dinosaurio y monos vivían. A poco de ganar la ruta, Aladar y
    sus amigos empalman con una caravana de dinosaurios de diferentes razas, que surcan el
    desierto con una idea fija: arribar a Las Nidales, suerte de tierra prometida, bella y
    fértil adonde los sobrevivientes podrán empezar de nuevo y reproducirse en paz. Todo lo
    que resta es el tortuoso recorrido hacia ese paraíso terrenal, del que no sólo los
    separan muchos kilómetros sin agua sino también los carnotauros, unos
    dinosaurios muy fieros y feos que se alimentan de los demás, y esos conflictos internos
    que como ya apuntara el Martín Fierro son más dañinos que los enemigos. 
    Lo que más llama la atención en esta
    road-movie prehistórica es la aplastante humanización de todas y cada una de
    las variopintas bestias ancestrales que desfilan por la pantalla. Más allá de los carnotauros,
    que son como los T-Rex que sembraron el pánico en Jurassic Park (Steven
    Spielberg, 1993), todas las demás especies no son más que encarnaciones lisas y llanas
    de tipos humanos muy reconocibles. Esto es: de estereotipos. Y están casi todos,
    desde el bebé a la vejestoria, pasando por el joven solterón, el jefe de familia
    autoritario, la muchachita angelical y su hermano guardabosques. Los bichos no
    sólo hablan, sino que lo hacen con las mismas palabras que emplearía cualquier homo
    sapiens actual. Los conflictos y las acciones son igualmente estereotípicos y
    transitados, se llamen primer approach, crisis de orgullo, acto de sacrificio,
    solidaridad o pena. Y si observan bien la foto que preside estas líneas, verán que hasta
    las propias caras de los dinosaurios han sido diseñadas a imagen y semejanza de las
    humanas (más aun: reúnen rasgos de las razas blanca, negra y amarilla casi por partes
    iguales). El contraste es de lo más brutal. Por un lado, los esfuerzos denodados (y
    eficaces) por dotar de dinamismo y gestos convincentes, es decir de verosimilitud, a
    criaturas como los dinosaurios, tan distantes en "personalidad" pero
    también en "época" a los seres humanos del presente. Por el otro, una
    construcción dramática, unos diálogos y ciertos rasgos físicos de esas mismas
    criaturas que apuntan en sentido opuesto, postulándolas como meras reencarnaciones de los
    personajes más caminados por el sentimentalismo cinematográfico (y literario)
    de los últimos cien años. 
    En un punto, el más ambicioso
    largometraje de animación digital no podría ser más conformista. Dinosaurio
    nos invita a un más allá del tiempo y el espacio que el talento de los
    dibujantes y la potencia de las computadoras (no sin esfuerzo) supieron hacer maravilloso.
    Pero no nos deja acomodarnos. Mucho antes de que nos instalemos nos hace sentir que
    seguimos estando acá... más acá que nunca. Nos obliga, o casi, a prosternarnos
    ante esas fantásticas carrocerías de dinosaurio que son el prodigio de la
    animación digital. Pero guay con entusiasmarse demasiado. Pobres de aquellos que ansíen
    ver un mundo un verdadero mundo, no las rutinas más gastadas de éste
    palpitando alrededor. 
    Guillermo Ravaschino
           |