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    Son muchas las cosas que 
    pueden leerse del cine de Chabrol cada vez que se estrena una nueva película 
    suya. Esto se debe sin dudas a su prolífica labor como director de cine, y a 
    las mínimas variaciones de su estilo en casi medio siglo de carrera. Si 
    tenemos en cuenta que ya lleva más de 65 películas filmadas desde la primera 
    en 1958 no resulta extraño que comiencen a repetirse los conceptos que la 
    crítica vierte sobre su obra y, no está de más anticiparlo, la reseña en 
    curso no habrá de ser la excepción. 
    A esta 
    altura del partido, evidentemente, ya todos hemos leído más de una vez que 
    los motivos y mecanismos hitchcockeanos son el objeto de su devoción aún 
    desde los tiempos en que se desempeñaba como crítico cinematográfico en 
    "Cahiers du Cinema"; que ha sido calificado con justicia de misántropo 
    porque disfruta descubriendo los cadáveres que la burguesía guarda en sus 
    armarios (metafórica y, como en este caso, literalmente) o en su mala 
    conciencia; que filma como si escribiera con letra caligráfica, parejita, y 
    un poco inexpresiva; que eso no le ha impedido concretar un par de obras 
    mayores (puede que La ceremonia haya sido la última y también pueden 
    estar seguros de que La dama de honor no lo es); que suele tomar como 
    punto de partida novelas (como esta de Ruth Rendell) donde la observación 
    psicológica de los personajes y su medio importa más que el descubrimiento 
    de un crimen, etc., etc., etc. 
    Y así 
    sucede de nuevo. El argumento une a un joven soltero de clase media, hijo de 
    una peluquera, responsable en su trabajo, y que está a punto de ascender en 
    la escala social merced a la oferta que su jefe le hace de asociarse en el 
    negocio, con una chica bastante particular –la dama de honor del título– que 
    conoce en el casamiento de su hermana. Cuando digo "particular" me refiero a 
    que le falta uno o más tornillos, vive inventado historias acerca de su 
    pasado como actriz en películas de Woody Allen y John Malkovich o como 
    bailarina de cabaret, y lo embarca en un amour fou apasionado que le 
    abre un mundo de sensaciones desconocidas al atildado de Philippe. Por 
    suerte, Chabrol se cuida de no caricaturizar el desorden que Senta instala 
    en su vida, y entonces podemos ver las locuras que esa muchacha un poco 
    caderona y bastante mitómana le propone como él las quiere ver –un impulso 
    alocado de juventud que se cura con un buen matrimonio– y no como lo que 
    son. 
    Se 
    imaginarán entonces que si Philippe, devotamente atento a su madre separada 
    y al análisis de sus pretendientes, no supo ver las señales que indicaban 
    las actividades ilegales de su hermana, menos podríamos esperar que, metido 
    hasta las ancas como está con esta chica, se avive de la grave 
    condición mental de su novia, incluso cuando ella le ofrece –y exige– matar 
    para probarse el mutuo amor. Aquí la anécdota remite cristalinamente al 
    punto de partida argumental de La soga, pero no hay pareja homosexual 
    protagonizando una película de los '50, no hay planos secuencia virtuosos, 
    no hay brillo y no hay Hitchcock más que como cita inconsistente. Sólo 
    queda, entonces, la letra clara con la que Chabrol cuenta sus historias, el 
    expresivo uso de los espacios y la luz natural, y unos pocos primeros planos 
    de Laura Smet que parecen respirar más libertad que todo el resto de la 
    película. 
    Marcos Vieytes      
    
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