Alvin Straight (interpretado por el veterano
Richard Farnsworth) tiene 73 años, y las recomendaciones del médico de Laurens, un
pueblito perdido en Iowa, hacen pensar que no le quedan muchos más. Pero Alvin es un tipo
obstinado. Su hermano Lyle, que vive a 600 kilómetros de allí, en Wisconsin, acaba de
sufrir una embolia, y su fin también parece próximo. Alvin decide que es la hora de
dejar de lado viejas rencillas hechas de odio y alcohol y reunirse con Lyle antes que sea
demasiado tarde. Tiene un problema: no quiere viajar en un vehículo que no maneje él
mismo, carece de automóvil y aun si lo tuviera su salud no le permitiría obtener el
registro. Entonces fabrica un pequeño acoplado y parte al volante... ¡de una cortadora
de césped! El vehículo jamás había sido probado en un trayecto tan extenso y lleno de
pendientes, y no supera los 10 kilómetros por hora. Pero esto no parece ser un
impedimento para este viejo cowboy, que se lanza al camino.
Aunque no lo parezca, el argumento responde a un
hecho real. Y podría formar parte de la grilla de fin de semana de la señal HBO o de
Hallmark, pero estamos ante un nuevo film de David Lynch, un director norteamericano
famoso por plasmar enloquecidas historias que ponen al desnudo el lado oscuro del sueño
americano como Terciopelo azul, Eraserhead o la serie televisiva Twin
Peaks. The Straight Story (tal el título original, inspirado en el apellido
del viejo) es como un "volantazo" en la carrera de Lynch. Los fanáticos que
asistieron a las salas de cine el año pasado para ver Carretera perdida jamás
hubieran imaginado que el siguiente título de este director de culto sería la bella y
simple historia de un viejo que busca concretar un último deseo y que, para colmo, el
film sería distribuido en su país de origen por la factoría Disney.
Aunque la mayor parte del público habrá de disfrutar el film sin sospechar ni
presentir la demencia de que se alimenta la filmografía previa de Lynch, los que
ya lo conocen notarán aquí la mano del realizador. No hay efectos especiales ni
golpes de efecto en Una historia sencilla, y sin embargo en ningún momento
puede hablarse de una "traición a los orígenes" o de una "madurez"
detrás del cambio de registro. El salto, aunque importante, forma parte de una secreta
continuidad, de una coherencia que el artista guarda con relación a aquello sobre lo que
habla. La "historia simple" se vuelve rara en un mundo que se muestra demencial
sin necesidad de efectos: por una ruta atiborrada de inmensos camiones, manadas de
ciclistas, jóvenes fugitivos o automovilistas que no pueden evitar atropellar a los
ciervos, Alvin atraviesa las finas hebras del aire contemplando un paisaje con verdes,
marrones y celestes de una belleza inigualable. Lo que él vive a 10 kilómetros por hora
es lo que los demás se pierden por andar a 100.
Los escenarios son los de otros films de Lynch. Otra vez aparecen los rudos granjeros
del interior de Estados Unidos, las rutas, los pueblitos y las casas con jardín. Para
todos los que se cruzan a Alvin no hay nada simple en su tozudez: su decisión está sobre
la fina línea que separa al heroísmo y la proeza de la locura y el ridículo. Lo mismo
le pasaba a aquel personaje de Cheever, que escapaba del infierno doméstico nadando por
las piletas de natación de sus vecinos.
Es el contacto tan intenso que Alvin logra establecer con la naturaleza y con el resto
de la gente, y no una operación estética o sensiblera, lo que otorga a la película la
belleza y la pureza que la colman. El tacto y el respeto de Lynch afloran en escenas que
hubieran hecho recaer a cualquier otro en el melodramatismo. Las secuencias con la hija
débil mental de Alvin (Sissy Spacek) a quien el gobierno le quitó la tenencia de los
hijos, el encuentro entre el anciano y una adolescente embarazada que huye de su familia,
el intercambio de confesiones con otro geronte también sobreviviente de la Segunda Guerra
Mundial, el encuentro final con Lyle. Todas ellas hacen de Una historia sencilla
una hermosa película. Nada menos.
Máximo Eseverri
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