Vuelve al cine el mundo del escritor inglés Nick Hornby, que ya había
tenido oportunidad de deleitarnos con la extraordinaria Alta fidelidad
(dirigida por Stephen Frears y protagonizada por John Cusack), una de las
mejores comedias románticas de los últimos años.
Aquí, Hugh Grant estelariza a Will, un soltero empedernido que tiene
relaciones con mujeres como quien usa papel higiénico. En cuanto se
deshace de una, encara a otra y así sucesivamente. Es un tipo egoísta y
autosuficiente (vive de lo acumulado por su padre), rutinario y sin
ninguna clase de responsabilidad. Y está orgulloso de ello, chocho de la
vida con su existencia sin sobresaltos. Hasta que descubre una supuesta
mina de oro: las madres solteras, vulnerables pero experimentadas y sin
riesgos a la vista. Eso es lo que cree Will.
Porque la casualidad lo llevará a conocer a Marcus, un pibe de doce
años en el peor momento de su vida. Sus compañeros en la escuela se
burlan cruelmente de él; su madre (Toni Colette), naturista militante, se
encuentra siempre al borde del colapso y tiene peligrosas tendencias
suicidas; el aspecto general del chico –inducido por su madre– no lo
favorece en lo más mínimo. En busca de un novio que salve a su madre
primero, y de un refugio contra la situación que vive después, Marcus
comenzará a ir repetidas veces a la casa de Will, entrometiéndose en su
vida, provocando un caos en su mundo cerrado. Y nacerá entre ellos una
amistad insospechada que desencadenará numerosos acontecimientos.
Más temprano que tarde, Will y Marcus se darán cuenta de cuánto se
necesitan. Al mismo tiempo que Will le enseña a Marcus como comportarse o
vestirse como alguien de doce años, el chico le revela al grande un
universo más allá de la pereza, repleto de afectos y amor. Los dos, por
supuesto, al revelárseles cosas hasta entonces desconocidas, no tardarán
en enamorarse.
Y es aquí donde se vislumbra lo más bello del film, que por momentos
deja de ser una comedia urbana para convertirse en un par de historias de
amor paralelas. Lo que surge, al fin, es que las personas, y en especial
los hombres, tratan de ocultar estúpidamente sus sentimientos por miedo a
quedar como tontos, a arriesgarse, a saltar al vacío. Pero, también, que
el amor por una persona a la larga es imposible de negar (más aun si el
objetivo es conservar una utópica soltería).
Si en Alta fidelidad el protagonista hablaba a cámara,
contándole a los espectadores sobre sus amores perdidos, en Un gran
chico Will recurre a la voz en off para manifestar sus carencias,
su necesidad de amor para quebrar la soledad.
Un gran chico no iguala a Alta fidelidad, pero termina de
armar en pantalla el mundo vital y melancólico de los textos de Nick
Hornby. La voz en off de Grant no se cansa de repetir ácidas y filosas
verdades acerca del mundo masculino, de sus dudas e hipocresías. A pesar
de ciertas secuencias fallidas, las actuaciones son excelentes y los
directores Chris y Paul Weitz (American Pie) levantan la puntería
en la realización. La banda de sonido, como no podía ser de otra manera,
es muy disfrutable. Un gran chico se convierte de esta manera en un
film raramente universal, que trata de igual a igual a todo el público.
Rodrigo Seijas