Cuando irrumpió con Pi en 1998, Darren Aronofsky se instaló entre
las promesas del joven cine independiente yanqui. Básicamente por su
aptitud para elaborar climas densos y agobiantes, tanto por el lado visual
como a partir de premisas argumentales fuertes, de esas que generan
inquietud.
Réquiem para un sueño
(inspirada en la novela homónima de Hubert Selby Jr.) confirma de punta a
punta la destreza de Aronofsky para plasmar esos climas desde las
imágenes. Dramáticamente, en cambio, arranca con una premisa
deshilachada, con la que consume valiosos minutos sin que la historia se
mueva hacia adelante. Y cuando la define y concentra, lo hace para el lado
de los tomates, con lo que todo termina mucho peor de lo que empezó.
El relato hace foco en dos almas a
la deriva: Sara Goldfarb (Ellen Burstyn), una viuda solitaria que pasa la
mayor parte de sus horas frente a un aparato de televisión (con los
programas más idiotizantes del cable sintonizados), y su hijo Harry
(Jared Leto), un posadolescente igualmente alienado, en manos de la
cocaína por vía endovenosa y otras sustancias fuertes.
La primera mitad de Réquiem...
gira en el limbo de unos rituales que se repiten demasiadas veces: Sara
matándose con la tele, Harry y los suyos (novia interpretada por la
bellísima Jennifer Connelly, amigo/te negro animado por Marlon Wayans)
matándose con las drogas. Claro que los chiches visuales antes
aludidos aligeran la experiencia. El montaje rápido, la música de
efecto, los planos detalle, los gráficos intercalados y las texturas
múltiples logran también que la propia película, de algún modo,
aparezca sumida en un estado de narcotización similar al que acusan los
protagonistas. Y eso le viene bien. Otra cosa que le viene bien es que,
mientras todos estos artificios cumplen con su labor, el espectador se
pregunta qué pasará más tarde, y esa pregunta sostiene el interés.
Lo que sucede después es la caída
lineal, dura, pura, irreversible de cada uno de los personajes. No les
cuento lo que harán Harry y su pareja para conseguir droga una vez que se
les haya acabado la plata, ni lo que hará la pobre Sara, que además es
adicta a las píldoras adelgazantes, para salir en ese programa de TV que
condensa todos los sueños de su enfermiza existencia. Pero aquello que
hagan los hará caer mucho más bajo aun.
Excepción hecha de una secuencia de
montaje alterno próxima al desenlace, en la que los respectivos derrumbes
imponen la efectiva y emotiva sensación de caída en bloque, de infierno
compartido, todo lo demás lleva por un embudo hacia una idea fija,
monolítica, minúscula sobre las píldoras, la cocaína y ciertos
programas de TV: "toda droga es un viaje de ida".
Esta idea pobre es la que promueve
la televisión hipócrita del mundo real, en forma de spots con los que
empresas y gobiernos simulan "ocuparse" de la juventud. Lo
curioso es que la parafernalia visual y montajística de Aronofsky es
perfectamente funcional a esta clase de mensajes, sobre todo cuando se
pone –¡y cómo se pone!– feísta, subrayadamente cruel, gratuitamente
truculenta. La primera que paga el pato es Ellen Burstyn, llevada a asumir
todas las poses, gestos y situaciones patéticas que puedan imaginar. La
segunda es la platea, que lamentará haber invertido tiempo y dinero en un
espectáculo tan insustancial.
Guillermo Ravaschino
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