Tras la muerte de
Stalin en mayo de 1953, la entonces Unión Soviética ingresa en un período en
el que la censura y los condicionamientos artísticos pierden rigor. A partir
de este proceso –conocido como deshielo–, numerosos realizadores, muchos de
ellos salidos de la Escuela de Cine de Moscú, comienzan a forjar una
estética diferente: de tono más crítico y satírico, apoyados en nociones
religiosas y oníricas que aportan nuevas dimensiones al relato. Hay
elementos que los emparentan: la desubicación, el sentimiento de
orfandad y las consecuentes interrogaciones acerca del destino y el origen
de una situación histórico-política cambiante.
El
regreso, opera
prima de Andrei Zvyagintsev, comparte el ideario de estas añejas
lucubraciones, pero esto no la convierte en una obra anacrónica. Hoy, muchos
años después de la caída de la cortina de hierro, el cambio es aun
más radical, la desprotección mayor, las crisis más pronunciadas. Y las
incógnitas están intactas.
El
primer misterio que despunta el film es el origen. El regreso de un padre,
después de doce años, al que sus hijos sólo conocen por una antigua foto. La
aparición súbita de un hombre que guarda un secreto, una suerte de personaje
marcial que recuerda la obra del Kusturica más temprano (pero que carece de
su cinismo). Alguien que no da explicaciones pero que al mismo tiempo
esconde u oculta un pasado, y se sitúa en un presente familiar en el cual
prefiere encastrarse de forma abrupta. A través de los ojos de dos chicos,
hermanos de 15 y 12 años, la relación filial se irá transformando en una
pugna de identidades, un estallido latente en un viaje hacia la desolación.
Así como
el escritor polaco Bruno Schulz lo patentara en sus cuentos, la figura de un
padre mitad real-mitad mito conlleva, como elemento intrínseco, la pura
noción de la identidad. Pero no entendida como mera relación atávica sino
como la noción de un sujeto perteneciente a un mundo en cambio. La puesta de
cámara rodeando a los personajes y mostrándolos desde diferentes ángulos los
incluye dentro de un paraje que irá abstrayéndose más y más, en el marco de
una fotografía ascética y carente de todo brillo.
Una
excursión de pesca organizada por el recién llegado dispara otro
interrogante: el destino. Con la madre y la abuela fuera de la historia (los
otros dos personajes que podían echar luz al secreto del regreso), el relato
retoma otros rumbos. El drama familiar queda relegado por un tour de
force, un viaje iniciático que servirá para definir la postura de ambos
hijos. Dos visiones sobre la autoridad: el mayor de los hermanos es más
prudente y servil; es el menor quien ostenta conductas más irreverentes.
Pero la jornada estará marcada desde su inicio por la inseguridad y las
dudas, por la causa y por el devenir. A la vieja usanza de las road
movies, no faltarán las crisis, el cambio y el aprendizaje. Las
relaciones entre ellos se tensarán y el paisaje se transformará hasta llegar
al paroxismo de lo inhóspito y lo ausente con una fuerte reminiscencia a la
obra de Tarkovski, en especial a La infancia de Iván (también su
primer largometraje).
El éxodo
los encontrará en una isla desierta en la que presente, pasado y futuro se
chocarán. El paraje no es casual: allí el padre (del que nunca conoceremos
su nombre) irá en busca de una suerte de tesoro (que nunca sabremos qué es)
y la última rebelión se desatará cuando los hermanos, ahora en yunta,
enfrenten los procedimientos de la autoridad. En su desenlace los tres
viajantes se pondrán a prueba, la violencia se desencadenará y la sombra
ominosa de la desilusión y –otra vez– el desamparo volverá a proyectarse.
El regreso
es una alegoría disidente y, a la vez, una reflexión sobre la incomunicación
y la pertenencia, sostenida por la minuciosidad de la puesta en escena y un
guión que resuelve en rostros, gestos e imágenes algo que va más allá de las
palabras: la incomodidad y la tristeza de sabernos perdidos.
Bruno Gargiulo
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