Igor tiene 15 años y un padre. Esas son las pocas certezas que asoman en
los primeros minutos de La promesa. Con el paso del tiempo y las
acciones, esta última constatación cobra un relieve trágico,
irremediable. Igor vive su vida a través de la de su padre, ese hombre
violento y despótico que decreta su destino a diario. Y que es capaz, al
mismo tiempo, de amarlo profundamente.
La propia construcción de cada uno de los personajes de esta película
de los belgas Luc y Jean Pierre Dardenne (hermanos, ganadores de la Palma de
Oro en Cannes 1999 por Rosetta, realizada tres años después que La
promesa) depara otra certeza: nadie es definitivamente bueno o malo.
Todos se presentan contradictorios, horribles y hermosos al mismo tiempo,
comprensibles en cada una de sus actitudes.
La Promesa se concentra en el proceso de crecimiento de Igor. En su
"darse cuenta" de una serie de cosas que forman parte de su
circunstancia. Y en sus consecuentes decisiones. Roger, el padre, se dedica
a ingresar inmigrantes clandestinamente en Bélgica, a los que luego explota
como mano de obra barata. Es un tipo detestable. Cobra cantidades
importantes por ofrecer a estas pobres gentes lugares inhóspitos y sucios
como residencia. Los trata mal, los engaña y a veces, cuando la Ley
aprieta, hasta es capaz de entregarlos.
Igor es su mano derecha. Una especie de socio administrativo en esa
pesadilla. Es aprendiz de mecánico pero nunca logra cumplir con su trabajo
en el taller. Roger llama y él acude, resignando sus deseos y su vocación.
Hasta que un día, un obrero africano cae de un andamio en su apuro por huir
y esconderse de los inspectores del Ministerio de Trabajo. Se rompe una
pierna y pide socorro al único ser humano a la vista: Igor. El joven,
conmovido, lo esconde hasta que los representantes del Estado se van, y
luego cuenta lo sucedido a su padre. Ruega para que el hombre sea llevado a
un hospital, pero Roger no puede arriesgar su negocio. Entonces, sin más,
tapa con maderas al herido y cuando oscurece lo entierra bajo cemento. Igor
toma parte en el hecho, aterrado pero dispuesto a obedecer a su padre. Como
siempre. Sin embargo, algo comienza a movilizarlo. Quizá es la inocente
promesa de cuidar a la mujer y al bebé, que le formula a ese hombre que
desaparece ante sus ojos impávidos. Sentimientos que hasta entonces
parecía desconocer lo invaden y, poco a poco, se irá distanciando de su
progenitor.
El eje de La promesa es la relación de amor-odio que une a Igor y
a Roger. Un amor violento, un odio culposo. En uno de los momentos más
fuertes del film, Roger golpea a su hijo. Después lo besa, le retoca el
tatuaje del brazo y le pregunta si alguna vez tuvo relaciones sexuales. La
escena que sigue acentúa la violencia, y no por los golpes. Los rostros de
padre e hijo aparecen muy juntos, cantando desafinadamente una alegre
canción. Están sobre el escenario de un bar karaoke, bien vestidos y
contentos. Roger está con su pareja y mira con satisfacción y complicidad
a su niño, mientras es besado y manoseado por una corpulenta mujer... que
Roger puso a su disposición.
Para Igor, la toma de conciencia implica la separación definitiva de su
padre. Dos grandes culpas lo acorralan: la de abandonar a ese hombre que
hasta entonces era su vida, y la de proteger a esa viuda que desconoce qué
pasó con su marido. Todo parece condenarlo al dolor.
Los hermanos Dardenne esgrimen hábilmente la denuncia sutil. La
discriminación, los prejuicios sociales hacia los inmigrantes y la brecha
cultural entre belgas y extranjeros son temas que tratan con nitidez, pero
sin excesos. A veces un plano o una línea de diálogo les alcanzan para
expresarlos.
Los actores, no profesionales, consiguen transmitir en cada mirada el
resentimiento, la sensibilidad y el amor de los que son capaces. Sus tipos
humanos son reconocibles y, de por sí, ya nos dicen mucho sobre sus
respectivas personalidades. Sin embargo, nadie en el mundo de La promesa
es transparente. Ni ese padre detestable que no obstante llega a conmover,
ni ese adolescente que provoca cierto malestar con sus manías de voyeur,
sus pequeñas deslealtades y hurtos. Los directores no juzgan a nadie. Dejan
ser a los personajes. Y por supuesto, los comprenden.