La
nueva película de Arnaud Desplechin representa con solidez el desarrollo de
su carrera como director. En primer lugar, porque toda la película funciona,
fiel a su estilo, mediante un tratamiento hiperbólico: trama enrevesada,
gran número de personajes, mucha información suministrada aceleradamente,
una puesta en escena que no duda en incorporar múltiples estilos, homenajes
cinéfilos que sutilmente sobrevuelan todo el largometraje y un permanente
zigzag dramático que fluctúa a su antojo entre la ligereza y la seriedad.
Además, muchas de las situaciones y personajes de la película son una vuelta
de tuerca sobre su anterior Reyes y reina (nuevamente la enfermedad
en una figura paterna, Mathieu Amalric haciendo de hombre emocional y
económicamente en problemas, Jean-Paul Roussellion interpretando a su padre
–ambos con el mismo apellido que en el film anterior:
Vuillard–
y vínculos familiares capaces de suscitar amores ciegos y odios
inquebrantables). Claro que la suma de personajes y el formato de cuento
navideño, sostenidos por la originalidad creativa del director y
co-guionista, hacen que Un
conte
de Noël no recuerde a Reyes y
reina más que por su estilo y actores. Pero las marcas autorales están
por todos lados, y Desplechin se va transformando en uno de esos directores
cuyos films se reconocen al ver apenas un par de escenas (como sucede con
los de su admirado Hitchcock, que aquí, como en el documental L’Aimée,
es homenajeado vía Vértigo).
La
película comienza con el funeral del niño Joseph, primerizo de la familia
Vuillard, a quien su padre Abel despide con alegría en el entierro, dado que
considera que lo ha refundado como persona: en efecto, Abel siente que ha
vuelto a nacer. Semejante mirada sobre la muerte prematura de un hijo nos
prepara para la seguidilla de complejos lazos familiares y sentimientos
sorprendentes que esta numerosa familia deparará al espectador en las dos
horas y media que dura el film. Acto seguido, una secuencia de animación
precaria (digamos, infantil) nos relata la serie de eventos que rodearon la
trágica muerte de Joseph. Hijo de Abel y Junon, el difunto tenía una
hermanita llamaba Elizabeth. Cuando sus padres se enteraron de que estaba
gravemente enfermo, decidieron tomar una medida desesperada que marcaría a
fuego a la familia: tener otro hijo con la esperanza de que sea “compatible”
con Joseph y permitiera la operación que salvase su vida. La suerte no
acompañó y Henri nació defraudando las expectativas. Joseph falleció y al
poco tiempo Junon dio a luz a otro hijo, Ivan. Muchos años después, la
familia se encuentra dividida por el odio irrefrenable y misterioso de
Elizabeth hacia Henri. Habiendo logrado marginarlo parcialmente de la
familia, Elizabeth debe lidiar ahora con los problemas psicológicos de su
propio hijo, Paul.
Contar más sería un pecado, ya que el brillo de la narración también está en
la manera en que organiza y otorga credibilidad a los conflictos que plantea
y las subtramas que desarrolla. Digamos, sí, que los Vuillard se reúnen para
pasar la Navidad en familia después de mucho tiempo, motivados por la
noticia de que la madre ha contraído una enfermedad similar a la que dio
muerte a su primer hijo... y debe encontrar nuevamente donantes compatibles
entre sus familiares.
Esta será la primera de las múltiples repeticiones que simétricamente
empujarán el relato de El primer día del resto de nuestras vidas. Por
más complicada que resulte la historia, Desplechin logra desplegarla con
eficacia en unos pocos días, antes y después de Nochebuena, y en unos pocos
lugares, con centro en la casa de los Vuillard. El montaje armoniza los
diferentes puntos de vista (valiéndose de relatos epistolares, diálogos
directamente dirigidos al espectador y voces en off de los diferentes
protagonistas) y entrelaza veloces flashbacks que emulan recuerdos
fragmentados. El director sabe como marcar el ritmo de cada secuencia, y
conjuga aceitadamente el vértigo y la calma según lo requieran las escenas.
La cinefilia del guión nunca interrumpe el desarrollo dramático ni distrae
innecesariamente. La excelente dirección de actores (como
el casting en sí
mismo) es otra marca de fábrica.
Resta saber si hasta aquí llega la capacidad del director, o
si
podemos esperar
de sus próximos films una puesta en escena más trabajada desde lo simbólico
(los diálogos, filosos y certeros, nunca desentonan, pero a veces roban
demasiado protagonismo a las imágenes), y si la velocidad y el barroquismo
de sus relatos puede hacer lugar para una emoción más visceral,
característica fundamental del melodrama, que en sus películas aparece
atenuada tal vez por la modernidad del acercamiento, o acaso por la
dificultad del director para trabajar un material que se sospecha muy
personal, sin la precavida distancia de su mirada.
Ramiro
Villani
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