Los pasos perdidos
engrosa esa lista de películas que tienen que verse, no por logros
cinematográficos sino por valores temáticos. Es como un deber de
ciudadano ver Botín de guerra, Garage Olimpo o Recursos
humanos. Claro está que a un país amnésico como la Argentina no le
vienen nada mal las películas que exploran los temas de la dictadura
militar y el secuestro de hijos de desaparecidos. Hasta se podría decir
que estos films reemplazan en parte la indiferencia estatal respecto del
tema y ayudan de algún modo a la difusión y subsistencia –mediante el
apoyo popular– de los interesados en sacar a la luz los momentos más
negros de nuestra historia, como las Abuelas de Plaza de Mayo y la
agrupación HIJOS. El problema que surge con Los pasos perdidos es
cómo analizar su rigor fílmico sin jugar en contra de la proliferación
de este tipo de producciones. Tal vez esta exposición del conflicto
en el prólogo sirva como reparación.
Esta coproducción
argentino-española relata la recuperación de la identidad de Mónica,
una hija de desaparecidos que desconoce su historia (y la historia
nacional) y se ve forzada a enfrentarse con la realidad ante la presión
de su verdadero abuelo, que inicia su búsqueda. Mónica está en etapa de
independizarse, se nota en ella la convivencia del amor por quienes cree
son sus padres con la asfixia que le produce la sobreprotección que
recibe de ellos. Pero cuando comienza a sentirse acosada por Bruno Lenardi
(su abuelo sanguíneo) y otros parientes lejanos, no duda en oponer toda
la resistencia posible a la revelación de su identidad, por supuesto
influida por su actual familia, que niega todo.
La directora uruguaya (exiliada en
España) Manane Rodríguez describe la negación de la verdad cada vez
más inocultable mediante pequeños detalles: recuerdos confusos,
coartadas que no cierran, extrañas pesadillas y conductas sospechosas.
Mónica no puede entender por qué su padre no quiere "darles el
gusto" de la prueba de ADN, pero lo consiente. Y a medida que se va
enterando de los hechos, ella misma los oculta. Lucha contra su pasado.
La actriz Irene Visedo se destaca
por sobre un reconocido elenco por expresar perfectamente esa
contradicción, ese escape de sus propios miedos y verdades que tanto la
lastiman.
Durante casi todo el film, el guión
describe el caso sin fisuras, siempre desde el punto de vista de Mónica,
al punto que Luis Brandoni y Concha Velasco actúan como "buenos
padres" durante gran parte de la historia. Pero el relato es
previsible y la falta de carga emocional a un tema como este inclina
rápidamente la balanza. Pese a los esfuerzos de Luppi (como Lenardi) y
Visedo, el film no logra conmover. Y es al final cuando se descubre el
porqué. Si bien la directora evita el sentimentalismo hollywoodense,
evidencia cierto pudor que le impide tratar el tema con mayor profundidad.
Ya promediando el film, otra chica hija de desaparecidos describe su
convivencia con los secuestradores como "un cariño que no era
cálido". Pero los falsos padres de Mónica (su verdadero nombre es
Diana) demuestran lo contrario en el trato cotidiano.
Y a la hora de la confrontación de
Diana con ellos... el film hace una elipsis. Se priva así de uno de los
conflictos emocionales más interesantes y más difíciles de resolver
(¿por pudor?, ¿por incapacidad?). ¿Cómo enfrentará Diana a los
secuestradores? ¿Qué le dirán ellos? ¿Puede Diana seguir queriendo al
asesino y torturador de su verdadera familia? ¿Puede odiarlo? ¿Qué
siente? No se sabe. No se muestra. El desenlace deja la sensación de una
mirada corta, chata, que no se anima a adentrarse en las contradicciones
humanas que aterradores casos como este presentan. En definitiva, el mismo
miedo y rechazo que tiene Mónica de transformarse en Diana, lo tiene el
film. No puede aceptar algunas cuestiones y opta por eludirlas. Pero
Mónica madura, la película no.
Ramiro Villani
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