Una puerta cerrada nunca fue tan provechosa como la de la Escuela Oficial de Cine para
Vicente Aranda. Emigrado de España en 1946, retornó a fines de los 50 para intentar
ingresar, sin suerte, en aquella institución. Poco después se iniciaba como autodidacta
en la dirección de largometrajes, para brillar más tarde como uno de los puntales de la
Escuela de Barcelona, uno de los escasos experimentos cinematográficos no oficiales que
vieron la luz durante la dictadura franquista. Aranda concretó La pasión turca
a los setenta años, pero a caballo de las mismas obsesiones que lo desvelaban cuando
comenzó a filmar.
Una de ellas, el erotismo, es lo que se apodera de
Desideria (Ana Belén) apenas pisa tierra turca. Ya en el ómnibus que toma en el
aeropuerto, y a despecho de su marido y de una pareja amiga que la acompañan en plan de weekend
turístico, siente que su corazón y bajo vientre son arrebatados por el guía de la
excursión. Viril, apuesto, Yamam (Georges Corraface) le hará conocer las delicias
carnales a la turca y se convertirá en el objeto de una pasión doblemente
abrasadora: por su propio peso y por la rutina de ama de casa burguesa que a Desideria
(nótese la causalidad del nombre) le pesa cada día más. Otra constante
arandiana que reaparece en esta criatura es el deseo de "ser otra", como le
ocurría al personaje muy fallido por cierto de Imanol Arias en El amante
bilingüe. Aquí, la incontrolable calentura empieza sorprendiendo a la propia
Desideria (tan imprevisible como la soltura de Ana Belén, que se sobrepone a su
proverbial frialdad con una bienvenida cuota de depravación). Y termina reflejando la
incompatibilidad entre la fidelidad a los instintos y la mayor parte de las convenciones
sociales.
A sabiendas de que nadie se arrepiente de apasionarse,
Desideria lo abandona todo, patria, marido y hogar, para irse a vivir con el turco. Algo
de esta pasión se contagia al film, que recorre los mercados y callecitas de Estambul con
la misma febril expectativa de la protagonista. Por momentos se acumulan los clisés en la
versión turca del latin lover de Corraface, mientras que su machismo
desenfrenado sugiere la caricatura dibujada por un occidental prejuicioso. La cosa mejora
cuando todo empieza a parecerse al conflicto entre dos culturas y cuando la segunda
rebeldía de Desideria, que tampoco puede respirar entre las convenciones turcas, la
muestra sufriendo y gozando su permanente sublevación.