Me gustó el tagline (algo así como la etiqueta) que le
pusieron a Los lunes al sol en la Internet Movie Database: “Este film
no está basado en una historia real, sino en miles.” Es que el largometraje
escrito y dirigido por Fernando León de Aranoa (Madrid, 1968) se concentra
en las vidas de un puñado de cuarentones desempleados. Tampoco es la
primera película que aborda el tema, ni mucho menos, pero si vale la pena –y
vaya que sí la vale– es porque la sensibilidad con que De Aranoa se aproximó a
la cuestión, junto a los valores individuales y colectivos de un elenco sin
fisuras, marcan la diferencia.
Los lunes
al sol
abre con una impactante secuencia de corte periodístico; tomas reales de una
refriega entre unos obreros que acaban de ser despedidos y la policía. Poco
después llega el turno de la ficción, cuyo antecedente (expresado por
las mentadas tomas documentales) es el cierre del Astillero Aurora, que dejó
a 200 obreros en la calle. La historia hace foco en media docena de esas
auténticas paradojas humanas: trabajadores sin trabajo, hombres en plena
disposición de sus facultades (exceptuando quizás a uno, ya muy carcomido
por el alcohol y la depresión) pero inhibidos de aplicarlas debido a esa
maldita perversión del capitalismo que se conoce como ley del mercado.
Han
transcurrido dos años desde el cierre del astillero, y apenas uno de los
protagonistas, Rico (el apellido no es casual), consiguió “salvarse”
invirtiendo la indemnización en un bar que, noche tras noche, poco después
de bajar sus persianas recibe al grupo. Y entre trago y trago (la mayor
parte de los cuales quedarán impagos) cada cual rumia sus penas, su hastío,
su condena. Con el transcurso del tiempo, se impondrá sutilmente la idea de
que ni siquiera Rico se terminó de salvar. ¿Qué clase de salvación es esa,
acotada a la supervivencia material mientras los amigos, que son su mundo,
se le derrumban en las narices?
Claro que
no son todas penas las que se cuecen en esta pequeña ciudad costera (que
podría ser cualquiera de las provincias de Vigo y Pontevedra). También hay
espacio para el humor –siempre cercano al optimismo–, y este es uno de los
elementos de los que se vale el film para tomar distancia de la cursilería y
los regodeos patéticos. También es el humor, junto al carisma y unos cuantos
minutos de pantalla por encima de sus pares, lo que destaca al Santa,
soberbiamente interpretado por un barbado, muy engordado Javier
Bardem. Y la barba y los kilos extra le vienen de perillas, ya que lo
terminan de arrancar del perfil de macho latino en que lo
encasillaron casi todas las producciones que encaró antes... para
aproximarlo al público; es decir, al “espectador común”.
Santa
destaca pero no se roba la película. Y cada uno de los otros tiene
tiempo, letra y situaciones para plantarse como Dios manda. Ahí está José,
que sobrelleva una pareja condenada de antemano (entre otras cosas porque
ella sí trabaja, lo que ahonda la brecha); Lino, que se presenta una y otra
vez (y otras tantas lo rechazan) ante las empresas que solicitan personal
mediante avisos clasificados; Amador, el más viejo, que exhibe la triste
mueca de una normalidad matrimonial frente a sus amigos. Y Reina, que
es el otro que consiguió trabajo... como un lamentable vigilante perimetral
que prueba la fragilidad que se esconde detrás del eufemismo de “insertarse
en el sistema”.
Ahí está
el meollo de la cuestión, y de la película. Estos no son desocupados del
Tercer Mundo, ni desnutridos del Africa. Más aun, puede saberse que los
indemnizaron con decenas de miles de dólares a cada uno, e intuirse que
varios de ellos reciben o recibieron “seguro de paro” por montos que en
América Latina pueden sonar exhorbitantes. Pero esto va mucho más allá del
dinero. El que no trabaja (y en última instancia: el que no
es explotado por otro) no sólo carece de estabilidad laboral, sino social y
emocional; no tiene perspectivas como ser humano. Así están planteadas las
cosas; ése es el sistema “que te desintegra si te integras, y si no te
integras te desintegra también”. Y así surgen las cosas en la película, pero
surgen bellamente, artísticamente: una y otra vez podemos ver a nuestros
hombres frente al mar, aparentemente relajados, bajo el sol radiante del
Cantábrico. Pero no están relajados; piensan –no pueden dejar de pensar– en
cómo zafar de la asfixia. (Santa, por ejemplo, delira con los
beneficios de instalarse en Australia.) De allí, por cierto, el título: los
lunes son como domingos, porque no hay trabajo y puede disfrutarse el sol;
pero no son domingos (y esto es lo que desarrolla el film) porque el sol, a
gentes como estas, les está vedado.
De aquí
deriva también otra veta muy interesante, ya que semejante desfase
convierte a los cuarentones en una especie de adolescentes tardíos;
obligados a regulgitar aquellos años en los que típicamente, normalmente,
uno anda de ocio en ocio porque terminó la escuela y todavía no encontró su
primer trabajo. Esto hace que los protagonistas animen un espectáculo
tragicómico, siempre emotivo, que remite (mucho más que al neorrealismo con
que lo asoció la crítica europea) a un film que se llamó Los inútiles
(Federico Fellini, 1953). En la misma línea, el hecho de que “pase poco” y
de que cada día sea similar al anterior no es algo que quepa reprochar sino
agradecer al guión, ya que se trata de un elemento funcional a la
historia.
Guillermo
Ravaschino
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