El comienzo es espectacular. Vean ustedes: un hombre maduro escala junto a
sus dos hijos el último tramo de una pared de roca vertical, altísima,
integrada a un imponente macizo granítico. La destreza escaladora del
terceto está probada por la precisión y verosimilitud de sus maniobras,
pero también porque lejos de preocuparse, apurarse o tan siquiera
transpirar, juegan alegremente al tutti-frutti. En eso cae una
mochila (como del cielo) que les pasa raspando. Tremendo susto. Es la
mochila de una cordada de escaladores amateurs, los cuales se
desploman tambíen, arrastrando en su caída a nuestros envidiables
jugadores de tutti-frutti. Esto acaba de empezar y ya tenemos a 5 hombres
colgando, a un par de metros de la pared, sobre un precipicio insondable.
Gran tensión. Los amateurs se sueltan, caen. Sólo quedan nuestros tres.
Tensa calma. La leva que sostiene la soga de la que cuelgan empieza
a correrse. El padre, que es quien está más abajo, le exige al hijo que
corte la soga con su navaja. La ecuación es simple: de ese modo habrá un
muerto; si no la corta, tres. La hija, más arriba, rechaza con fuerza
esta idea. Todo está tan bien filmado (en un sentido integral: puesto en
escena, montado, musicalizado) que no sólo ellos –ahora
sí– transpiran,
sino también el público, y no importa que la sala esté refrigerada.
El impecable acto inicial cede la
posta a otro, ambientado en los picos nevados del Himalaya tres años
después de la tragedia referida. Las imágenes siguen siendo
espectaculares. Y reales: bien fotografiadas, las montañas de este
mundo todavía son mil veces más conmovedoras que las generadas por
computadora. El drama se empieza a plantear: Peter (Chris O'Donnell), que
no ha vuelto a enfrentar una pared de aquellas desde el episodio de
la
soga, está allí como fotógrafo del National Geographic. Su hermana
Annie (Robin Tunney), que cada día escala mejor, también está entre esas nieves, y se dispone a conquistar el K2 (segundo pico en altura y
primero en peligrosidad del planeta) junto a un magnate excéntrico (Bill
Paxton), gran alpinista también, que planificó la escalada como parte de
una ambiciosa campaña de marketing empresarial.
Cuando escuché "magnate"
y "marketing" me dije: ¡ay, la que se nos viene!
No se nos
viene enseguida, ya que este segundo tramo todavía depara un par de
golpes y emociones fuertes, encuadrados dentro de esa saludable –y tan
poco transitada– fuente de tensiones que es la conquista de la Naturaleza
por el Hombre. Pero se nos viene. Y el problema no es que la compulsa con
las fuerzas naturales sea progresivamente reemplazada por otra, entre los
hombres, sino que a esta le falta todo el vigor y el encanto de que
hacían gala las imágenes inaugurales. La perfidia del ricachón, su
impaciencia por trepar a cualquier precio (con las consecuentes peleas y
accidentes que obviamente desencadena) distan de ser los únicos rasgos
que Límite vertical esboza con mortal anticipación. No hay
profecía, por opaca y previsible, que haya faltado a la cita: desde los
vientos huracanados hasta el salto de Peter (llamado a superar su
culpa saliendo en rescate de su hermana), pasando por los movimientos de
cada uno de los personajes secundarios y por los choques y enfrentamientos
que sostienen, todo se nos preanuncia poco menos que a los
gritos.
No es increíble, pero sí muy
llamativa la "coherencia" con que los pequeños y medianos
detalles formales acompañan el derrumbe argumental. La avalancha de
clisés –que es la más impresionante de las que se
ven– arrasa con la
destreza de los hermanos y otros supuestos escaladores profesionales, ya
que el guión, sediento de conflictos infantiles, los obliga a dar la
espalda a las normas más elementales del alpinismo. Hay quienes pisan sus
propias cuerdas con filosos grampones, otros que se asoman a
cornisas imposibles sin asegurarse, varios que se sacan los guantes como
si nada (¡con 40 grados bajo cero!) y hasta uno que escucha
impávido, sin atinar a moverse, el rumor de una inmensa bola de nieve que
termina pasándole por encima.
Muy esporádicamente, ciertas
emociones propias de la alta montaña vuelven a colarse en el relato. No
ocurre lo mismo con la materia puramente dramática, que no sólo se
degrada sin solución de continuidad, sino que da lugar a un penoso,
virtualmente inacabable estiramiento temporal (esto dura 123 minutos).
Guillermo
Ravaschino |