A Philip Kaufman le gusta la literatura. La insoportable levedad del ser,
Henry & June y, ahora, Letras prohibidas: la leyenda del
Marqués de Sade lo demuestran. Estas tres películas encuentran en lo
erótico un elemento fundamental. En la primera, Kaufman resalta la
infidelidad compulsiva del Tomás creado por Kundera. En la segunda, se
centra en un episodio de la vida del escritor Henry Miller y retrata el
triángulo que conformó con su esposa, June, y la escritora Anaïs Nin. En
la última, basada en los hipotéticos últimos días del marqués Donatien
Alphonse François de Sade, Kaufman se muestra más conservador que nunca. Y
es extraño, ya que esta vez su olfato literario lo llevó nada menos
que hasta las puertas de ese
infierno de sexo y crueldad que popularizó al Marqués. Pero el film apenas
si golpea a esas puertas, jamás consigue atravesarlas.
En Letras prohibidas... hay dos núcleos a partir de los cuales se
desarrolla la acción. Uno es la estancia del Marqués (Geoffrey Rush) en el
hospicio de Charenton. Allí, rodeado de dementes y estimulado por el abate
(Joaquin Phoenix) que dirige la institiución, Sade escribe sus historias de
mujeres desnudas y miembros voraces. El otro núcleo se desprende de aquel,
y gira en torno de los sentimientos que todos (Sade, dementes y abate)
experimentan hacia la lavandera virgen del hospicio llamada Madeleine (Kate
Winslet), primera y ávida lectora de los manuscritos del Marqués y
responsable de que éstos lleguen a manos de su editor. Cuando una de las
obras del Marqués ("Justine o los infortunios de la virtud") es
publicada, Napoleón, enojado, envía a Charenton a un médico (Michael
Caine) famoso por sus violentos métodos de "rehabilitación" para
que ponga orden.
Si Kaufman se hubiera centrado en estos dos núcleos la película no
habría sido del todo mala. Sin embargo, se escapa para desarrollar
otras cuestiones y conductas que en realidad no interesan a nadie. Por
ejemplo, la afición a los libros libertinos de Sade de la joven mujer del
doctor, que deriva en una decisión pragmática, forzada e inverosímil de
la tierna muchachita.
Las actuaciones de Michael Caine y Geoffrey Rush están reprimidas; la de
Joaquin Phoenix, llena de tics. Kate Winslet es la mismísima Rose de Titanic.
Lo que resulta francamente patético son unos cuantos momentos en los que su
rostro aparece en pantalla acompañado por una musicalización que es casi
idéntica a la de la película de Cameron.
Todo esto no impide que esta película ofrezca una escena antológica.
Bien montada, bien guionada, bien actuada (párrafo aparte merecerían los
dementes de Charenton, excelentes actores, expresivos y creíbles), logra
provocar carcajadas sinceras. Sin entrar en demasiados detalles, diremos que
es aquella en la que el Marques decide dictarle a Rose, una última vez, un
cuento impuro. Lástima que dure tan poco.
Más allá de los errores o las ambigüedades temporales con respecto a
la biografía de Sade, de la deslucida puesta en escena, del final poco
inteligente con el que Kaufman termina de condenarse, lo más grave es su
nulo compromiso con la historia que tomó en sus manos. Su tibieza a la hora
de retratar a un hombre que pasó 30 años de su vida prisionero y que al
morir fue sepultado en una tumba sin nombre, porque su familia se
avergonzaba de él. Todo, por una única razón: haber expresado con
fidelidad aquello en lo que creía.