Los objetos que
aparecen en el plano, la estructura del relato, los movimientos de cámara,
la administración del tiempo y los raccords de El laberinto del fauno
remiten una y otra vez a la figura del círculo, proclive a la repetición,
las analogías, los reflejos, el horror, la somnolencia, la desesperación y
una forma particular del aburrimiento. Aquella a la que se refiere el
cineasta chileno Raúl Ruiz cuando menciona esa palabra: “Lo audiovisual
busca monopolizar la atención en una suerte de frenesí de eventos
organizados por la intriga. El cine, al contrario, posee la capacidad de
suspender nuestra atención. Como la hipnosis. El término ‘aburrimiento’ es
sin duda ambiguo. Describe un estado muy cercano al sueño, donde el espíritu
trabaja inconscientemente.”
La última,
preciosa, paciente y aburrida (en el sentido que le otorga Ruíz al término)
película de Guillermo del Toro se ofrece a la contemplación por una vía
extraña: la de la acumulación de conflictos que acaban disolviéndose y
disolviendo la férrea noción de conflicto central típica del cine narrativo
convencional (de hecho, el primer plano ya nos sugiere la resolución final
de la historia en tanto enigma dramático, y el último nos deposita en un
lugar apenas ligeramente distinto de aquel del que partiéramos), para
dejarnos en el cuerpo la misma simultánea sensación que dejan los sueños
incumplidos: la felicidad de intuir que las dimensiones de la realidad son
infinitas e inabarcables, vislumbradas únicamente durante la precariedad de
nuestras más complejas ficciones (oníricas o artísticas), y el horror de
suponer que pueden ser igualmente siniestras.
En L’Origine
Du XXIème Siècle, Godard mezcla imágenes ficticias y reales
de la degradación, el dolor y la muerte. La película dura sólo 13 minutos,
no es para nada discursiva pese a los textos de Bergson y Vacquin que
aparecen y desaparecen según baja y sube la banda de sonido, y más hermosa
cuanto más ambigua resulta la exposición aparentemente indiscriminada de las
imágenes que la constituyen (que van del registro de cadáveres varios al de
un hombre orinando en la boca de una mujer). Menos que una crítica simplista
de la contaminación visual, la alternancia de secuencias cinematográficas de
ficción que van del porno al cine bélico y registros documentales crudos me
hizo recordar aquello que decía Borges sobre la historia: “con el tiempo
nadie será capaz de distinguir entre Hamlet y Alejandro Magno”. Vale decir
que la versión de Shakespeare puede ser tanto o más verdadera que la de los
historiadores, seguramente más bella y del todo humana, es decir
corruptible.
Como en L’Origine...,
en El laberinto del fauno también hay dos dimensiones: la histórica
(España, 1944, un capitán franquista en lucha contra los combatientes
republicanos que resisten desde la espesura de un bosque) y la mítica (el
reino subterráneo del que escapa la princesa Moana y al que se accede por un
pozo situado en el centro del laberinto del título, el fauno, las hadas y un
monstruo con ojos en las palmas de las manos que sólo traban contacto con
Ofelia, una niña de 11 o 12 años cuya madre acaba de casarse con el
mencionado capitán fascista luego de la muerte de su verdadero padre), pero
hay, sobre todo, una belleza que no es ajena a la degradación y la crueldad
o, para expresarlo mejor, la presencia de la brutalidad física con un
relieve tal que nos hace sentir que la realidad está allí donde el dolor
está, que real es aquello que se inscribe en el cuerpo, y que sólo somos
reales en tanto cuerpos marcados, atravesados por el dolor físico y
liberados de los fantasmas de la mente por la vía del sufrimiento.
Este sustrato
sadomasoquista estilizado de El laberinto del fauno, como la veloz
alternancia de imágenes atroces en L´Origine...,
constata la enfermedad del mundo a la vez que participa de ella. Está claro
que en ambas se rechaza la soberanía del mal, pero no lo miran como a un
cuerpo extraño preparado para la disección higiénica, sino como a un tumor
latente que lucha por apoderarse del organismo fílmico que habita. Ese
tumor, ese mal del mundo expuesto con particular intensidad por algunos
individuos y durante determinados períodos históricos pero latente en todos,
es el verdadero centro del laberinto en que se constituye la película de
Guillermo del Toro. Un laberinto del que no se sale por arriba sino, a lo
sumo, por abajo: hundiéndose cada vez más en la oscuridad subterránea de la
conducta compulsiva o elaborando ficciones no exentas de fatalidad y
fascinación por lo siniestro (si es que realmente se sale).
El laberinto del
fauno va
y viene con elegante continuidad de la representación histórica de la
realidad a la mítica, pero no para oponerlas sino para hacer del pasaje su
verdadero centro. El personaje que le sirve de embajador entre uno y otro
mundo es el de Ofelia, oscilando entre un par de figuras femeninas (la
crepuscular, agonizante y enferma de una madre a punto de parir, despreciada
por su nuevo marido que la ve sólo como el medio para tener descendencia, y
la vital de un ama de llaves infiltrada en el campamento militar que le pasa
información al grupo de republicanos que resiste en el bosque) y tres
figuras masculinas perturbadoras: la del padre muerto, la del padrastro
sádico y la extremadamente ambigua del fauno.
Pero lo más ambiguo
y perturbador de todo, sin embargo, es la densidad dramática del villano,
potenciado por la presencia de Sergi López en el papel del Capitán Vidal,
cuya dimensión de maldad es a la vez humana y demoníaca. Ofelia y el ama de
llaves (Maribel Verdú), con sus desobediencias y su valor inversamente
proporcionales a las fuerzas físicas, son el faro ético de la película, pero
la cámara gira alrededor de la representación masculina del mal y de las
maneras en que el poder inscribe su arbitraria voluntad sobre el cuerpo de
los otros, y lo hace como imantada o hechizada por ese despliegue marcial
erótico de los oficiales, por ese alarde de inútil coraje y brutalidad sin
sentido pero enfundada en impecablemente planchados uniformes.
Del Toro lleva a
cabo una operación similar a la puesta en práctica por Adrián Caetano en
Crónica de una fuga. Se vale de los códigos de representación del cine
de género para construir unos villanos visualmente atractivos, no exentos de
gestos admirables en un sentido abstracto y altamente complejos, lo que
impide la veloz descalificación por parte del espectador e instaura un
conflicto entre la seducción que emana de ellos y el sentido de sus
conductas. De este modo, la discusión política del film no se sitúa sólo en
un plano ideológico sino también en uno moral, hasta mítico, que subyace a
toda contingencia geopolítica y nos afecta en tanto actores de una trama
social que se teje con las decisiones cotidianas que nos obligan a decidir
entre principios de convivencia racionales e impulsos que tienden a la
disolución de ese tejido comunitario y de nosotros mismos.
Esta lucha contra
nosotros mismos es la misma de Jekyll y Hyde o de los ya clásicos
protagonistas del cine de Guillermo del Toro (Hellboy mitad hombre y mitad
demonio; Blade mitad hombre y mitad vampiro; o el Casares de Luppi en El
espinazo del diablo: impotente y enamorado a la vez), que aquí encarna
de nuevo en la conciencia y el cuerpo atormentados del Capital Vidal. Es
cierto que Vidal es el más monstruoso de todos los que componen esta
galería, pero también es cierto que mucho de humano hay en él cuando se mira
al espejo y le hace un tajo a la garganta de su propia imagen reflejada, o
cuando se nos revela hasta qué punto carga sobre sí con la herencia de una
figura paterna apenas sugerida pero cuya influencia Del Toro logra que se
instale cada vez que Vidal mira su reloj, así como también es cierto que
cuando se tirotea en el bosque con sus enemigos manifiesta una temeridad que
parece estar buscando a gritos a la muerte como si esta fuera una especie de
liberación.
Lo que todos esos
apuntes logran es que la identidad de ese personaje sea tan oscura y
fascinante como la de esta película. Una imagen se repite varias veces en
El laberinto del fauno: tanto el Capital Vidal como los republicanos
disparan a los rostros de sus enemigos. Esta pasión por atacar los rasgos
físicos más claramente identificables del otro llega al paroxismo en la
secuencia en que Vidal desfigura a un cazador de liebres con la mitad de una
botella rota. Pasan los días y sigo sin poder olvidarla, como si allí se
cifrara el secreto de esta película. Como si en su estilizada reconstrucción
de la barbarie hubiera una verdad incómoda pero objetiva, latente y concreta
como los cuerpos a los que se prende nuestro deseo como lo hacía la
sanguijuela voraz de Cronos.
Marcos Vieytes
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