Grandísima película
cinéfila. No porque puedan encontrarse en ella un montón de citas y
mirándola nos acordemos puntualmente de muchas otras películas, cosa que
sucede, pero a qué cinéfilo no le pasa eso, sino porque es una película
acerca del sentimiento cinéfilo. Y porque recorre ese cordón umbilical
cinéfilo que nos ata a la infancia, la orfandad y la ausencia del padre. Por
eso mismo, gran película a secas, universal. Para hijos y entenados, que
suelen ser los hijos del cine. Y para todos aquellos que reconozcan estar
hechos de tiempo, adolezcan de sentirlo y no hayan encontrado otro remedio
para exorcizar la dolencia que deleitarse en el paraíso artificial de las
imágenes, temporalmente arropados por ellas. Como buena historia infantil, Hugo es
perversa en el sentido más catártico de la palabra. Se asienta sobre el
sentimiento de pérdida, explora cuanto temor se les ocurra ligado a aquél,
que es el temor a crecer, a estar solo, a morirse, a olvidarse en vida de sí
mismo. Pero sana conmoviendo hasta las lágrimas.
Hugo es una película para llorar, como las novelas de Dickens o
D'Amicis, por citar a dos tipos que escribían relatos con chicos que sufrían
como protagonistas. Encima, es cinéfila hasta el tuétano, lo que añade una
dimensión emocional mayor para gente como nosotros, pero cinéfila elemental,
de cuando el cine no era el Cine ni soñaba con serlo, aunque ciertas
mayúsculas no dañan a nadie. Cinéfila de Melies a través de Franju (cosa
rara que este surrealista nocturno, político, vampírico y catacumbero
reaparezca otra vez en cartelera después de que Almodóvar resucitase su
mirada sin rostro en La piel que habito: la juguetería atendida por
Ben Kingsley puede verse primero en el corto El gran Melies, que
Scorsese ha visto porque sabemos que lo ha visto todo y porque hay planos
que no mienten, encuadren la conciencia o el inconsciente). Vale decir,
cinéfila de juguetería, de magia, de feria, de circo, de fantasmas; de
cinematecas, cineclubes y revistas de cine publicadas en papel; de siglo XX
aún decimonónico pero, también, de XXI digital y en 3D, baratijas
tecnológicas transfiguradas por la metafísica
–que es una estética y
es una ética–
de Scorsese. Y cuando hablo de metafísica hablo de sentido y de su búsqueda
por vía religiosa, filosófica o la que sea. Vale decir, de ideología.
Hay un
chico sin madre (no sabemos si ella se fue, murió o la fueron) que pierde a
su padre y vive manteniendo los relojes de la estación terminal de trenes de
París. Hay un viejo de mirada triste que es dueño de una juguetería y guarda
su fantástico pasado en un cajoncito de madera escondido en lo alto de un
armario. Hay un guardia de estación que tiene la pata rota (como algunos
piratas), no sabe sonreír y vive para cazar a chicos de la calle con un
doberman en mano (en vez de loro en el hombro), encerrarlos en una celda, y
despacharlos al orfanato. Hay un autómata de lata cuya resurrección parece
suspenderse indefinidamente porque nadie encuentra la llave con forma de
corazón capaz de poner en funcionamiento su roto mecanismo. Hay penitentes
con la cabeza gacha bajo la nieve estatuaria. Hay un cinéfilo erudito que
supone muerto al ídolo de su infancia. Hay un bibliotecario alto como un
dios, severo como un guardián, atemperado como un abuelo.
¿Y las
mujeres? Hay mujeres, claro que hay mujeres, siempre hay mujeres, aunque la
protagonista femenina no sea una mujer sino una nena, y parezca cumplir un
rol de testigo y compañera similar a la de la mujer del viejo, realizándose
a través de Hugo. No se por qué se me ocurrió pensar en El padrino después
de ver la película de Scorsese, más allá de porque son compañeros de una
generación que puso en escena la crisis del patriarcado tradicional. No hay
relación entre la anécdota de una y otra, pero la figura que dota de
sentido, de razón, de propósito a la película de Coppola es, como aquí, la
masculina. Es el Padre y es Dios, usados como nombres genéricos del Yo
emancipado (esa estructura simbólica es lo que hacía funcionar, sin ir más
lejos, a una película fea y pobre como El discurso del rey, lo que no
le daba derecho a cagarse impunemente en la Historia y sus contingencias).
Los chicos de Hugo también están en la búsqueda de sentido, pero en
esta película hay vitalidad y esperanza, en buena medida porque el
protagonista tiene la vida por delante. También porque el Padre desaparece,
su recuerdo es grato y su ley no lo rige aunque lo persiga una versión de La
ley. La sangre tira pero no hay rastros de sangre que lo tienten a tomar el
camino de regreso a casa (cosa que sí le pasaba a Michael Corleone). Sin
saber por qué razón, o sin saberlo a conciencia, que es la manera más ligera
de hacer algo, Hugo busca una familia que complete la formación
interrumpida de sí mismo, y esa búsqueda es una creación, porque no tiene
otro remedio que armar una nueva familia, hecha con otras piezas sueltas del
sistema (un artista de feria olvidado, una sirena encanecida, otra huérfana
que ignora su razón de ser, un expósito herido de guerra devenido cancerbero
reprimido y represor pero querible, entre otros). Que no le baste con su
inteligencia y determinación, sino que deba agregarle corazón, y que ese
atributo sea depositado por el relato en manos de la huérfana Isabelle,
dueña transitiva de la llave literal y simbólica del crecimiento del
protagonista, no es tan llamativo como que sea la narradora cuya voz en off
cierra el relato. Si se quiere, la autora de aquel.
Al
final, Hugo consigue lo que quiere y necesita, no sin que el film nos avise
de antemano que los finales felices sólo ocurren en el cine. Varias
películas aparecen en ésta. Películas vistas por los pibes, descubiertas del
modo en que de pibes lo descubrimos todo: al margen del tiempo,
inconscientes de las jerarquías que pugnan por regular nuestra existencia.
Hugo lleva por primera vez al cine a Isabelle y, como no tiene plata para
pagar las entradas, viven la aventura clandestina de colarse. El boletero
los sacará de la función antes de que termine la película, pero ellos y
nosotros habremos tenido el tiempo suficiente para mirar la famosa secuencia
de El hombre mosca (Safety Last) en la que Harold Lloyd cuelga
de un reloj sobre el vacío. Como el hombrecito de los anteojos, epítome del self-made
man estadounidense de clase media, íntegro, optimista y valiente, héroe
y caballero de la modernidad urbana de principios del siglo pasado, Hugo
vivirá mil y una peripecias acrobáticas hasta encontrar nada más y nada
menos que un lugar en el mundo. Tan simple como eso. Como Harold Lloyd, Hugo
quiere adaptarse, y hasta el propio Melies recibe en la película de Scorsese
el obsequio de un reconocimiento público en vida que se parece mucho a la
entrega de un Oscar u otro premio similar. Y nos emociona ese anhelo tan
modesto y monumental a la vez, tan “pequeño burgués”, tan “normal”, tan
fácil y tan complicado, tan estable y tan precario. Varios cortos de Melies,
el de los hermanos Lumiere que funda la proyección pública cinematográfica,
y fragmentos entintados de noticieros en los que unos soldados marchan
exhaustos, ocupan en ocasiones la pantalla por completo, configurando una
subjetiva de los nenes que miran esas películas en la película, de los
chicos que fuimos alguna vez, adanes y evas del cine con un catálogo propio
de imágenes primordiales, y de los hombres que somos con las películas que
nos hacemos.
Ese
punto de vista múltiple y simultáneo es el del cine mismo, forma que piensa
hecha aquí criatura, personaje, mecanismo autónomo, en el autómata, que en
lugar de escribir el mensaje lo dibuja. Y esa imagen dibujada por el
autómata, que viene a sustituir un régimen de comunicación basado en la
palabra por el del cine, es la de la adaptación de Julio Verne por Melies en
la que un cohete se incrusta en el ojo derecho de la luna, no la de la
salida de la fábrica o la de la llegada del tren. Es la imagen imaginación
del sueño, casa tomada por la fantasía, abierta por entonces al libre juego
de la oferta y la demanda psíquica del inconsciente colectivo moderno,
forjado desde hace un siglo por la cultura de masas audiovisual. Dos días
después de haber asistido a la privada, ganado por la emoción y sin
posibilidad de revisarla, hay un plano de Hugo que no se me va de la
cabeza. La cámara
–¿la cámara?–
se acerca al autómata, que se ha quedado solo
–¿quién lo está
mirando, entonces?–
en una habitación a oscuras, hasta encuadrarlo en primer plano. Quedamos
frente a frente, y me acuerdo de Shimell y de Binoche mirándonos cuando se
miran en la pantalla-espejo de Copia certificada. Esta vez somos
nosotros los que, con el movimiento de cámara, nos acercamos a mirarlo y el
autómata nos devuelve la mirada de sus ojos de (p)lata inmóviles. Contados
segundos eternos pasan entre él y nosotros. Si Spielberg la hubiera filmado,
el autómata nos habría guiñado un ojo. Pero Scorsese no es Spielberg,
incapaz de filmar siquiera un solo plano radical. Y lo resuelve de la mejor
manera, invalidando incluso el verbo de esta frase. No se los cuento porque
lo van a ver. Y si no, pueden imaginárselo.
Marcos Vieytes
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