A la nueva película de Liv Ullmann no le
falta guión: el que tiene lleva la firma de Ingmar Bergman. Que la dirigió
en sus mejores películas (¡nunca olvidaré la fuerza que le exprimió en Cara
a cara!) y fue su pareja durante algunos años. Esto no implica que Infidelidades
sea una película de Bergman, ni que lo deba ser. Lo que hizo Ullmann, antes
bien, es reformular el texto que le fue obsequiado y adaptarlo a sus
palpitaciones, tarea para la cual contó en todo momento con la comprensión
y el respeto –que no es lo mismo que consenso– del viejo maestro.
Muchos de los rasgos autobiográficos
del libreto original pasaron a la pantalla, empezando por la tortuosa
concepción del amor y las relaciones intersexuales que Bergman maduró a lo
largo de su vida. También pervive la pasión por los primeros planos, casi
excluyentes en las dos horas y media de Infidelidades, y un muy
notorio peso de los diálogos que ya fue característica de varias de las
últimas películas del director.
En Infidelidades el
protagonismo está repartido de un modo inusual. Esta es la historia de
Marianne (Lena Endre), una actriz que, al cabo de once años de matrimonio
aparentemente felices con Markus (Thomas Hanson), inicia una relación con
David (Krister Henriksson), hasta entonces gran amigo de ambos. Pero esta es
también la historia de David, del propio Markus (aunque en menor medida) y
de un curioso personaje de apellido Bergman, ante el cual Marianne
reconstruye verbalmente los recuerdos de esos años tormentosos. La
estructura del film está dada por ese vaivén constante entre la evocación
de las acciones y las acciones mismas. Claro que la evocación también es
acción, pero hay que decir que la relación entre Marianne y Bergman (el de
la ficción) nunca aparece plenamente justificada. Este anciano,
interpretado por Erland Josephson (otro grande en la galería de
intérpretes bergmanianos), unas veces parece un escritor; la mismísima
Marianne, incluso, por momentos hace las veces de una criatura de su
creación, que se le corporiza para devolverle, o compartir con él,
las vicisitudes que salieron de su pluma. Otras veces, en cambio, el
veterano se asemeja a un terapeuta –demasiado parco, para el caso– y
hasta a una versión madura, más allá del Bien y del Mal, de David. Last
but not least, este Bergman nunca deja de reflejar al otro (a Ingmar),
toda vez que su edad, y sobre todo esa enigmática cámara plantada sobre un
trípode casi siempre a sus espaldas, remiten al artista sueco. Todas estas
cuestiones –toda esta ambigüedad– no siempre juegan a favor del relato.
Quizá porque el anciano luce demasiado pasivo. Quizá porque el recurso se
convierte en artificio y, con el tiempo, pesa.
Hay cierta tensión, también
curiosa, entre el "contenido" de la evocación, esas pasiones
conflictivas de Marianne y Markus (con el que la mujer asegura que hacía el
amor de maravillas), y el tenor de las acciones, acaso demasiado frío
–escandinavamente frío, se diría–, lo que en cierto punto resta
cohesión, y poder de convicción, a las imágenes. Efectivos toques de
humor (o tragicómicos, como cuando Markus los descubre in fraganti a
los otros dos) restituyen esas cualidades al relato en más de una ocasión.
Lo que se impone y pesa (para bien) es
la tragedia, la sensación de que las limitaciones afectivas, si no se
superan a tiempo, conducen fatalmente a la catástrofe. Una de las víctimas
–no la única– será la hijita de Marianne y Markus, enfrentada, hasta
mezclada en un divorcio con consecuencias que haremos bien en no anticipar,
aunque diremos que no son precisamente felices.
Dentro de la apuntada frialdad, todas
las interpretaciones resultan vigorosas. No siempre ocurre lo mismo con el
ritmo. A Infidelidades le hubieran venido bien unos cuantos minutos
de menos.
Guillermo Ravaschino
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