Inicialmente Piccioni esquiva los sentimentalismos
burdos y las conclusiones apresuradas a las que parecía condenada de antemano una
historia como esta, en la que una monja pocos meses antes de tomar los votos perpetuos
encuentra a un niño y se enfrenta a sus propios instintos maternales. Y se concentra, en
cambio, en los personajes. Personajes que según su propia definición viven "fuera
del mundo", o creando sus propios universos cerrados, inaccesibles para los demás.
Así son los protagonistas, equivocados o no. Caterina, una monja demasiado segura que
irá mostrando sus debilidades, y Ernesto, un hombre solo y triste que ya no espera nada
de la vida. Ellos se verán relacionados a causa del niño, y en esa amistad encontrarán
algo que creían perdido o que ni siquiera sabían que existía. Es mérito de Piccioni no
juzgar a sus criaturas. El director y guionista las deja ser, cambiar, dudar y cometer
errores.
Los personajes se esconden dentro de sus uniformes. Es por eso que, cuando Caterina
decide enfrentar sus sentimientos, se quita los hábitos. Es por eso que Ernesto no sabe
nada de sus empleadas de la lavandería mientras están en ropas de trabajo, y tiene que
imaginárselas vestidas de civil para poder verlas como personas. También es por
eso que Ernesto no usa uniforme, aunque sea el dueño. Para bien o para mal, él es como
lo vemos: serio, triste, autoritario y obsesivo. La lista de uniformes (y sentimientos
encubiertos) podría continuar.
Los detalles formales también dan cuenta de lo que se nos quiere narrar. La mayor
parte de los diálogos que desnudan a Caterina, Ernesto y la madre de Caterina (cuando le
confiesa a su hija por carta todo lo que sintió la noche de su ingreso en el convento)
están dichos fuera de campo, como si provinieran del más allá.
Sin embargo, hay elementos que conspiran contra las buenas intenciones del director y
la correcta resolución de los personajes principales. Como la pobremente delineada pareja
que conforman Teresa (la mamá del chico) y su novio, Gabrielle; la banda musical,
absolutamente insufrible, y la poca pasión que transmiten muchas de las escenas, que
parecen ocultar los sentimientos tanto como los protagonistas, o haber archivado en un
cajón las expectativas mundanas, los matices y los climas. Tampoco ayuda la deslucida
actuación de Margherita Buy al lado de un entrañable Silvio Orlando, ni la dificultad
del realizador para atravesar la corteza con la cámara.