Schmidt es, por un lado, Jack Nicholson, un actor irreemplazable que casi
puede sostener, él solo, cualquier película. Y que aquí (más allá de
un par de gesticulaciones excesivas) está perfecto y merece todos los
premios disponibles. Schmidt también implica una visión, la del cineasta
Alexander Payne, agresiva y profunda sobre la vida y el comportamiento del
ciudadano americano medio, que en más de un aspecto,
globalización de ida y vuelta mediante, supera las fronteras y se torna
universal. Schmidt es, finalmente, un hombre de 66 años al que la empresa
de seguros Woodmen ("hombres de madera"), para la que trabajó
toda su vida, jubiló de prepo, ya que considera conveniente
prescindir de él.
De un día para el otro, Warren Schmidt siente que empieza a formar
parte de la tercera edad, y atraviesa una etapa de vacío espiritual y
alienación aparentemente insuperable. Buscará refugio en su hija, pero
al mismo tiempo intentará imponerle su punto de vista para que desista de
casarse con quien él considera un idiota. Paralelamente, comenzará a
financiar la manutención de un niño africano llamado Ndugu, mediante
cheques dirigidos a una compañía de ayuda asistencial.
Junto a cada cheque se le pide que ajunte una carta con
"información personal", pero Warren interpreta que lo que se
espera de él es que envíe algo así como un diario íntimo, escrito en
cuotas (las confesiones del título local). Esta idea de por sí
hilarante (intentar no reírse cada vez que Warren inicia las cartas con
la frase "Querido Ndugu") multiplica sus efectos cuando vemos lo
que Schmidt procura compartir con ese hijo adoptivo: conflictos e
historias familiares, sentimientos de furia y desprecio para con sus seres
queridos, quejas hacia su esposa por obligarlo a mear sentado en el
inodoro y hasta contra el sistema de venta de seguros y sus malogradas
posibilidades de ascenso laboral.
Schmidt no es capaz de comunicarse con nadie, ni siquiera con un chico
de seis años. Su actitud despectiva para con el prójimo demuestra la
endeblez de su preocupación por el niño, pero su cerrazón parece
insoluble. El mérito del director pasa por transformar este desolador
paisaje en una comedia, sin borrar del todo la angustia que provoca.
Se puede comparar a Payne con Wes Anderson, quizá las dos mayores
esperanzas de la comedia americana actual: comparten la curiosa capacidad
de crear comedias tristes. La gran diferencia parece radicar en sus
acercamientos al mundo actual. Para Anderson es un lugar extraño y
distante; para Payne es hipócrita y cruel pero, no obstante, humano.
En el interior de cada personaje de Payne conviven y combaten entre sí
las buenas y las malas intenciones (y las acciones que derivan de ellas).
La abuelita inocente que descansa en paz se nos revela adúltera. La hija
sufriente que no tolera que su padre desprecie su elección sentimental se
mantiene muy alejada de él... mientras le reclama permanentes cheques
para solventar la boda. Vale recordar que en la excelente Election
(La elección o La trampa, titulo que recibió en su
transmisión por cable en Argentina), el futbolista –extremadamente
tonto y bonachón– aprovechaba una emotiva y reconciliadora charla con
su hermana para hacerle notar que era adoptada.
Payne construye personajes creíbles y contradictorios, descritos con
profundidad, y no se priva de dar tiempo a una visión abarcadora del
universo que los contiene e influye. Esos planos iniciales que presentan
al pueblo de Nebraska (asiento de sus historias), esa fiesta de despedida
que la empresa ofrece a Warren, esa costosa cuenta que proyecta el
encargado de la funeraria son jugosos apuntes sociales que revelan la
pertenencia y el padecimiento del protagonista en una sociedad viciada.
Este es el modo en que el cineasta ajusta cuentas, sutil pero
efectivamente, con todas las hipocresías americanas, esquivando la
soberbia y la crueldad gratuitas, así como las convenciones y los
estereotipos.