El director sueco Lasse Hallström ya había demostrado en Las reglas de
la vida (The Cider House Rules, 1999), su anterior film, que
podía tratar los temas más densos y escabrosos (el aborto, el incesto, la
infidelidad) de manera directa y emotiva, sin perder nunca el tono apacible
y apoyándose –acertadamente– en las excelentes actuaciones de Michael
Caine y Tobey Maguire.
Los aciertos de aquella y otras de sus películas (¿A quién ama
Gilbert Grape?, 1993) se repiten en Chocolate. También el acento
puesto en la búsqueda de la identidad de los personajes principales. Y más
precisamente, en la posibilidad de encontrar un lugar en el mundo, literal y
metafóricamente hablando. Chocolate es una fábula moral, un cuento
mágico –y muy dulce, por supuesto–, que en un tono más distendido y
jocoso narra la historia de Vianne.
Una panorámica del poblado francés en el que se sitúa la narración y
el acercamiento a través de las nubes y el humo de las chimeneas nos
deposita de lleno en la fantasía. Como en todo cuento, la voz en off de un
narrador –narradora, en este caso– comienza a describir con qué nos
vamos a encontrar: gente recatada y devota que asiste puntualmente a la
iglesia, buenos modales, corrección, apariencias. Un pueblo (en los años
50) en el que reina la tranquilidad.
Hasta que un día... un viento muy fuerte del norte trae a dos
viajeras consigo, y se desencadena el conflicto. Vianne (la bella y buena
actriz francesa Juliette Binoche) y su hija Anouk (Victoire Thivisol) vienen
desde lejos envueltas y encapuchadas en sus idénticas capas rojas, como dos
caperucitas. La primera es madre soltera, desprejuiciada, audaz, y llega
dispuesta a abrir una chocolatería. La segunda habla con un canguro
imaginario que, al igual que ella, está cansado de deambular por el mundo.
El motivo por el que esta mujer y su hija se la pasan viajando tiene
antiguas razones que se nos develarán, también, a través de un cuento.
Pero mientras permanecen en un lugar, el don de Vianne consiste en hacer el
más delicioso chocolate y adivinar de qué forma lo prefiere cada persona.
Aunque no sean bienvenidas, como en este pueblo. Los dulces se convertirán,
entonces, en símbolo de la tentación, el placer y la libertad,
desconocidos por esa gente.
La moral y la transgresión están representadas por los dos lugares
concretos en los que transcurre la acción: la iglesia y la chocolatería. Y
también en base a estos dos arquetipos están delineados los personajes
principales: el Conde de Reynaud (un caricaturizado Alfred Molina), líder
de la comunidad, el cura; el marido abandonado y la madre castradora, por un
lado; y Vianne, la vieja y decadente Armande (Judi Dench) y la rebelde amiga
Josephine (Lena Olin), por el otro. En el medio, una serie de criaturas que
poco a poco se van "cambiando de bando" y que completan la
galería de personajes que desfilan por la casa de Dios y del
"pecado".
La intolerancia va ganando lugar en la narración. El conflicto de Chocolate
se centra en esta idea que es trabajada en el film a través de situaciones
cotidianas. La madre que le prohibe a su hijo ver a la abuela; la viuda que
no puede romper el luto para volver a enamorarse; el alejamiento de Armande
porque está vieja y enferma; la violencia del cantinero frente al abandono
de su esposa. En definitiva, el rechazo por los que no piensan igual expresa
–por extensión– ideas mucho más amplias y universales que tienen que
ver con la marginación y la discriminación.
Este concepto se potencia con la llegada de Roux (Johnny Depp), quien
junto a su grupo de "piratas" del mar redobla los prejuicios de la
población sobre los "diferentes". Pero como toda fábula tiene su
moraleja, en Chocolate no faltarán los arrepentimientos. Depp
también aporta la cuota de romance que se merece la paciente y bondadosa
Vianne y adorna un final esperanzado, casi de cuento de hadas. Bueno, de
hadas no, pero de algunas "brujas" y muchas golosinas seguro.
Es que Chocolate tiene el deleite por la comida, un tópico que
comparte con muchos otros films: desde la danesa La fiesta de Babette
(1987) hasta la mexicana Como agua para chocolate (1992). Los dulces
son la pócima que transforma a los habitantes del lugar, quienes, junto con
las recetas, aprenderán una lección.
La voz en off no deja en ningún momento de hilvanar el relato. Aunque a
veces se vuelve un poco retórica al reiterar el sentido que por sí solas
aportan las imágenes. Y es recién en la última escena, al cerrarse la
puerta de la chocolatería –y de la ficción– cuando descubrimos quién
ha narrado esta historia. La cámara se aleja nuevamente como al comienzo y
el viento vuelve a soplar, aunque esta vez quién sabe si las viajeras
partirán... Sin duda, un cuento para soñar. Un film para disfrutar. Eso
sí, a no olvidarse los chocolates, porque los de la pantalla son más que
tentadores.