Hace ya casi
quince años, cuando el estreno de La ceremonia, acaso la última gran
película de Claude Chabrol, un crítico francés dijo de ella: “La mayor
virtud de la película es que su director parece desaparecer tras lo que
revela, dejando en manos de la dirección la única función de colocarnos
frente al mundo que construye. No tiene ninguna necesidad de exhibirse
puesto que está omnipresente en la película sólo con la fuerza de su
creencia en el cine.” Thierry Jousse no se pone a explicar aquí exactamente
qué es lo que debemos entender por “creencia”, pero resalta una
característica de la carrera de Chabrol, signada por una producción continua
y casi seriada de películas, un poco al modo del repetitivo Woody Allen, que
lo acerca más a la idea de un artesano que de un Artista con mayúscula. Esto
no deja de ser interesante porque pone el acento en la importancia
individual, relativa y contingente de las películas por sobre la del autor,
idolatrado tantas veces como deidad infalible.
Esa especie de
apuesta por el perfil bajo, por la modestia (muchas veces falsa en el caso
particular de Chabrol) es incluso más fascinante, como concepto, que las
propias películas de Chabrol en cuanto tales. Otro crítico francés, también
cineasta, lo expreso con claridad: “De haber hecho acaso mejores películas
(…) Chabrol hubiese procedido de modo ejemplar: deslizándose entre el pasado
y el presente, entre la cinefilia y la práctica, entre los momentos de
gracia y dinamismo; atravesando los géneros, ha jugado el juego, se ha
puesto al servicio del cine de su época en vez de dedicarse a modelarlo a su
imagen.” Después, Olivier Assayas concluía con una especie de manifiesto,
construido paradójicamente a partir del programa de Chabrol más que
de los resultados de sus películas, en el que afirmaba: “Ser cineasta es
eso, es ser respetuoso con las contingencias. Tener en cuenta la economía y
tener en cuenta al público sigue siendo todavía la mejor manera de
pertenecer a la propia época.”
¿Por qué entonces
las películas de Chabrol, y también ésta, parecen tan viejas, tan rancias,
tan anacrónicas, tan sosas, tan desabridas? Si continúa teniendo en cuenta
al público, ¿cuál es este público hoy? Bellamy está basada en un caso
real; Chabrol sigue estando atento como siempre a la construcción
psicológica de los personajes –a la manera de un Clouzot más que de un
Hitchcock– como herramienta para describir y descubrir un medio social y las
diferencias de clase, continua valiéndose del policial para exhibir la
preponderancia del dinero como motor individual y comunitario, etc., etc.,
etc. Nada de esto consigue, sin embargo, interesarnos más que
superficialmente. Y no es que andemos buscándole el pelo al huevo del
lenguaje cinematográfico propiamente dicho, porque si no tendríamos que
hablar de los espantosos flashbacks que arruinan lo poco de
interesante que ofrecía el flujo narrativo inicialmente. Lo mejor de esta
anécdota fílmica sobre un detective de vacaciones que no puede distanciarse
de su obsesiva pasión laboral, y menos aun de las tensiones familiares ni de
sí mismo, es Gérard Depardieu.
Como sucede a menudo –pienso en las recientes Dani, un tipo de suerte
con Juliette Binoche y Deception con Hugh Jackman–, la presencia de
un actor (o más bien de un hombre, de una mujer, porque eso es lo que se
percibe allí) es más importante que la película en cuestión. Ella misma vale
nada más que como vehículo para un cuerpo, como registro de su energía,
movimiento o mero estar ante la cámara. Y no por culpa de un ego voraz que
vaya en detrimento del film, sino por la escasa tensión de su entramado
estético o el flojo interés de su relato, lo cual resulta en que acabe
supeditándose involuntariamente a la energía de quien lo protagoniza. A esta
altura de su carrera, el descomunal Depardieu es tan gozoso de ver como el
también robusto Michel Piccoli (más en Belle Toujours que en
Jardines en otoño), no importa qué papel hagan o qué director los filme.
Ya es patrimonio de estos intérpretes la película y el cine mismo. Pero para
no ponerme esotérico cual crítico francés, la corto diciéndoles que por
Gérard Depardieu, tan sólo por él, vale la pena ver Bellamy.
Marcos Vieytes
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